En mi necesidad de poder bajar la ansiedad que me generaba el silencio, decidí repensar por qué le tenía esa fobia. Supe que se llamaba sedatefobia y eso no me dijo absolutamente nada. Lógico, ¿no?. Entonces usé el único recurso que se me ocurrió que podía usar: revisar mi pasado.
Papá siempre fue un gran misterio para mí. La imagen que primero se me viene a la cabeza cuando me lo nombran es él sentado en la mesa, después de laburar, con una botella de vino en una mano y una copa en la otra. Una luz que siempre califiqué de tibia, aunque no sé si es un adjetivo que aplica a la luz. Y la mirada perdida. En ese cuadro de situación nunca hubo palabras. Papá nunca tuvo palabras.
Esa instantánea se vuelve un corto cuando se cruza con mi vieja. Ella queriéndolo ayudar, queriendo saber qué le pasaba. Y las peleas, que nunca pasaron por golpes o por lo monetario. Peleas, palabras, por el silencio. Contradictorio, ¿no?. Ésa fue mi infancia. Escuchar mi madre elevando el tono, como queriendo suplir la carencia de palabras de mi viejo.
Hoy papá y mamá no están juntos. Se separaron cuando yo ya era mayor. Cuando pienso en divorcio se me viene a la cabeza un tema de Massacre. Y no es eso lo que sentí. No sé qué sentí. No hablé del tema con mis viejos. Sentía que era una decisión en la que no me tenía que meter. Sé que pensé que estaba bueno no haber pasado por eso de más chica. Y no sé si es cierto. Pero no seguí pensando. Sólo desee que ellos pudieran encontrar la felicidad.
Una frase que escuché algunas veces es Uno es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios. Para mí es al revés. Soy dueña de mis palabras, me hago cargo de cada una de ellas. Y soy esclava de lo que callo, no porque no tenga qué decir, sino por no animarme a decirlo.