Me hacen feliz

lunes, 22 de febrero de 2010

Sexo, lluvia y café.

Mi plan de que nada me importe un carajo y dejar que las cosas pasen con fluidez extrema era absurdo y no tenía nada que ver conmigo. Pero ya había interpretado muchos papeles que no me quedaban, entonces uno más no me parecía tan grave. Al menos para probar.


A Leo lo conocí por una amiga. Me fascinó desde el primer momento. En realidad estéticamente no tenía más que una barba que ocultaba la mitad de su cara y ropa de lana bien hippie, pero pintaba muy lindo y mucho y eso me conquistó. Veía en cada cuadro una faceta mía o un papel interpretado, pero me llamaba la atención porque yo me sentía blanca, esperando ser escrita, ausente y sus cuadros eran una explosión de color. No sabía qué significaba pero mientras él hacía café me quedaba fascinada mirándolos cual niño frente a la vidriera de una juguetería.


Nuestra relación apuntaba a algo concreto: tener sexo. Claro que yo no entendía que difícilmente se puede tener sexo y nada más. Que siempre hay cosas que entran en contacto, aunque sea en esos quince minutos que tardaba en tomar un pocillo de café y que los últimos sorbos estaban fríos, pero que eran el reflejo de mi deseo por alargar la charla. Sabía que en cuanto dejara la tacita vacía en algún lugar del piso donde nos sentábamos, empezaríamos a comunicarnos sin palabras.


No lo vi muchas veces pero me marcó. Siempre que iba a verlo llovía. No importaba si lo habíamos arreglado una semana antes el encuentro o si surgía espontáneamente en un mensaje que me llegaba cuando estaba en clase o en un boliche. Siempre llovía. Finito o a cántaros, nublado o con sol. Siempre llovía.


Y como cuando pasa la lluvia siento que falta algo, cuando pasaban nuestros encuentros sentía un vacío inexplicable.

lunes, 8 de febrero de 2010

El tesoro escondido.


Le dije a mi alma, quédate
quieta espera sin expectativas,
pues tenerlas supondría esperar
erradamente; espera sin amor,
pues sería amor a cosa equivocada;
hay todavía fé, pero la fé
y el amor y la esperanza consisten
en esperar. Espera sin pensar,
pues no estás aún preparada
para el pensamiento: la oscuridad
será, así, la luz y la quietud la danza


T. S. Eliot, Cuatro cuartetos



Pasé todo enero viajando. Viajar siempre cambia algo. Será el cambio de escenario, disponer todo el tiempo para hacer lo que uno quiera, ver lo que no es habitual o tener una perspectiva diferente, conocer gente nueva aunque sólo sea de vista al pasar por el pasillo de un hotel o en la carpa de al lado. Quizás simplemente es que uno se relaja y deja que todo eso influya y es más libre. No sé qué será, pero no encontré persona a quien no le guste viajar.


Fui a las sierras y también al mar. Dos paisajes que presentan una inmensidad que siempre están presentes. Inmensidad que tenemos en nuestros pensamientos y los matices de los sentimientos. Como humanos tendemos a plasmar todo lo que nos pasa incluso en aquello que pudiera pasar por neutro, a entender un atardecer como una forma de tristeza sólo porque le tememos a los finales y a la agonía.


No estuve exenta de esa conducta. Ver la playa me recordó a mi misma. Vi lo que los humanos podemos buscar en la playa. Algunos simplemente iban a tomar una cerveza con amigos y reír. Otros buscaban ser vistos. Vi un hombre con un extraño aparato que en voz baja confesó estar buscando oro y se fue rápido cuando su artefacto hizo un sonido similar a un ringtone viejo. Una mujer muy de madrugaba hacía un posito con un balde al lado lleno de almejas. Y me vi a mi misma sin buscar nada. Viendo cómo todo eso venía a mí, como me topaba y como el tesoro para mi era la misma playa y no el oro de los piratas.


Inevitablemente pensé en Pablo. Como solo podemos entender una película en su complejidad al terminar de verla, sólo podemos entender el dolor sin reproches al superarlo. Asimilarlo, entenderlo y seguir, cuando pasó el tsunami. Y después revemos la película (en la pantalla o la de nuestra propia vida) y revemos los detalles importantes, los presagios que siempre estuvieron ahí o paralelismos, siempre atravesados por esa sensación primaria que es la más fuerte de todas.


Después de Pablo, tuve menos expectativas en todo. Dejé mis idealismos y utopías. Suena horrible y creía que era horrible hasta hace poco. Entendí que todos, en algún punto, tenemos que dejar lo ideal por lo real. Porque lo real tiene mucho que lo ideal no. Lo real supera lo ideal.

Dejé de confiar en la gente como antes. Ya no creía que todos eran asombrosos y buenos. Al contrario, no esperaba nada de nadie. No tenía expectativas más que en mi misma y en aquellos en que confiaba y conocía bien. Y aunque fue duro, sirvió muchísimo. Dejé que las personas me muestren lo que eran sin autoritariamente exigirles que cumplan con mis ilusiones. Dejando que todo pase entendía mejor todo. Por eso vi que el tesoro era la playa, que no tenia que excavar para encontrarlo ni enojarme si no estaba. Porque siempre estaba. Siempre había algo bueno.


Volver de la playa fue un cambio también. Fue recordarme toda esa sensación de paz que me da el dorado de los rayos del sol y no enojarme porque me hace mal en la piel, como la gente que me encandila con lo bueno y me lastima con lo malo. Cuando volvi acepté un cambio: dejar de teñirme de negro. Cambié al rubio. Pero algo más cambió en mí: después de meses volví a escribir con lapicera y no con la yema de mis dedos en un lejano teclado que se plasma en un monitor. Volví a lo que dejé lejano por motivos que no entendía y acepté que eran partes mías. La experiencia con Pablo fue una lisa y llana y mierda, que me marcó con una hora más que meses en mi vida. No lo escondi en alguna parte de mi cerebro, no me resentí. Lo tengo ahí como aprendizaje. Y lo demás vendrá solo.