Cuando en mi vida las cosas dejan de tener sentido, las resignifico o las dejo de hacer. Peinarme no tiene sentido, aunque lo busque con diferentes miradas y ángulos, no se lo veo. Hace rato que dejé de analizarlo y hace rato dejé de peinarme.
La relación con mis abuelos a veces deja de tener sentido. Para llevarnos bien, yo tengo que dejar mi mentalidad de lado. Entonces juego un poquito, entonces le digo a mi abuela que me voy a tatuar a la presi y se le ponen los pelos de punta, entonces me río y le digo que es un chiste. Otro día le digo que vendí todo lo que tenía y me voy a ir a misionar a África, entonces mi abuela pone cara de pánico y antes de que se asome una lágrima le digo “no, tontita, ¿qué haría sin vos?” y la abrazo fuerte. Mi abuelo-espectador abre los ojos bien grandes mientras hace las palabras cruzadas.
En general, las cosas que resignifico son las que aunque no tengan sentido, no puedo vivir sin ellas. La relación con mis abuelos no tiene sentido, pero los amo profundamente, me gusta ir a visitarlos, saber que me esperan y sentir los olores que me llevan a la infancia. Peinarme no tiene sentido, entonces lo dejo de lado.
La relación con Rachel perdió el sentido muy rápido. Cada vez que Rachel se peleaba con su novio, corría a mis brazos. Y yo la socorría, yo la amaba de nuevo, pero sabía que era como una canción de un disco de esos que me gustan pero no me fanatizan: la amaba lo que duraba el track, después pasábamos al siguiente y por ahí ella no estaba en la letra, o por ahí estaba de otro modo. La amaba de a cachitos, de noches, de a poco. Porque era la única forma que tenía de amarla. Y lo sabía y por eso nunca me permitía más.
Una noche estábamos en mi cama, yo fumaba un cigarrillo boca arriba, algo apoyada en la almohada. Ella estaba boca abajo, sostenida por sus brazos flexionados y moviendo las piernas como un vaivén. Empezamos a hablar, como siempre que terminábamos de hacer el amor.
- Creo que todavía te amo – me dijo.
- ¿Y? No sé para qué me lo decís.
- Porque te amo, por eso.
- Si, nena, pero venís conmigo cuando vos querés. Cuando lo necesitás. Por aburrimiento. Y yo soy la gila que apila todos los sentimientos para que no le duela.
- Sos una hija de puta, te digo que te amo y mirá lo que me decís...
- Si, pero soy la hija de puta que te gusta. Creo que mejor no me llames nunca más. No tiene sentido.
- O sea ¿y me lo decís después de hacer el amor?
- Vos me dijiste que me amabas después de hacer el amor. Yo te digo que te amo después de despedirte. Chau hermosa, sos uno de mis mejores recuerdos.
Apretaba los dientes, no sé qué palabras guardaba en su boca. Se ponía el jean sin dejar de mirarme con odio. Yo seguía en la cama desnuda fumando mi cigarrillo. Y me decía que no podía seguir resignificando para que ella no resignifique un carajo. Que o me daba algo más o me ponía firme y no le atendía más una puta llamada. Que para boludos tenía a su novio. Que lo que más me molestaba era que no sea sincera, no me amaba, sólo la sacaba de la rutina, sino cómo se conformaba con verme cada tanto y después cojerse a su novio como si nada.
Las cosas que yo sentía absurdas sólo las podía dejar pasar a gente de más de 60 años que me amaba de verdad y que ya no podía pedirle que entiendan mi pensamiento. Y que después de todo, seguro mis abuelos también tenían que bancarse esos comentarios míos que para ellos, carecían de sentido.