Me hacen feliz

martes, 27 de julio de 2010

El peine y el absurdo.


Cuando en mi vida las cosas dejan de tener sentido, las resignifico o las dejo de hacer. Peinarme no tiene sentido, aunque lo busque con diferentes miradas y ángulos, no se lo veo. Hace rato que dejé de analizarlo y hace rato dejé de peinarme.


La relación con mis abuelos a veces deja de tener sentido. Para llevarnos bien, yo tengo que dejar mi mentalidad de lado. Entonces juego un poquito, entonces le digo a mi abuela que me voy a tatuar a la presi y se le ponen los pelos de punta, entonces me río y le digo que es un chiste. Otro día le digo que vendí todo lo que tenía y me voy a ir a misionar a África, entonces mi abuela pone cara de pánico y antes de que se asome una lágrima le digo “no, tontita, ¿qué haría sin vos?” y la abrazo fuerte. Mi abuelo-espectador abre los ojos bien grandes mientras hace las palabras cruzadas.


En general, las cosas que resignifico son las que aunque no tengan sentido, no puedo vivir sin ellas. La relación con mis abuelos no tiene sentido, pero los amo profundamente, me gusta ir a visitarlos, saber que me esperan y sentir los olores que me llevan a la infancia. Peinarme no tiene sentido, entonces lo dejo de lado.


La relación con Rachel perdió el sentido muy rápido. Cada vez que Rachel se peleaba con su novio, corría a mis brazos. Y yo la socorría, yo la amaba de nuevo, pero sabía que era como una canción de un disco de esos que me gustan pero no me fanatizan: la amaba lo que duraba el track, después pasábamos al siguiente y por ahí ella no estaba en la letra, o por ahí estaba de otro modo. La amaba de a cachitos, de noches, de a poco. Porque era la única forma que tenía de amarla. Y lo sabía y por eso nunca me permitía más.


Una noche estábamos en mi cama, yo fumaba un cigarrillo boca arriba, algo apoyada en la almohada. Ella estaba boca abajo, sostenida por sus brazos flexionados y moviendo las piernas como un vaivén. Empezamos a hablar, como siempre que terminábamos de hacer el amor.


- Creo que todavía te amo – me dijo.


- ¿Y? No sé para qué me lo decís.


- Porque te amo, por eso.


- Si, nena, pero venís conmigo cuando vos querés. Cuando lo necesitás. Por aburrimiento. Y yo soy la gila que apila todos los sentimientos para que no le duela.


- Sos una hija de puta, te digo que te amo y mirá lo que me decís...


- Si, pero soy la hija de puta que te gusta. Creo que mejor no me llames nunca más. No tiene sentido.


- O sea ¿y me lo decís después de hacer el amor?


- Vos me dijiste que me amabas después de hacer el amor. Yo te digo que te amo después de despedirte. Chau hermosa, sos uno de mis mejores recuerdos.


Apretaba los dientes, no sé qué palabras guardaba en su boca. Se ponía el jean sin dejar de mirarme con odio. Yo seguía en la cama desnuda fumando mi cigarrillo. Y me decía que no podía seguir resignificando para que ella no resignifique un carajo. Que o me daba algo más o me ponía firme y no le atendía más una puta llamada. Que para boludos tenía a su novio. Que lo que más me molestaba era que no sea sincera, no me amaba, sólo la sacaba de la rutina, sino cómo se conformaba con verme cada tanto y después cojerse a su novio como si nada.


Las cosas que yo sentía absurdas sólo las podía dejar pasar a gente de más de 60 años que me amaba de verdad y que ya no podía pedirle que entiendan mi pensamiento. Y que después de todo, seguro mis abuelos también tenían que bancarse esos comentarios míos que para ellos, carecían de sentido.

sábado, 17 de julio de 2010

Baile galáctico.


Gracias a la teacher me acerqué a Rachel. Rachel no se llamaba Rachel, tenía un nombre común de la gente de mi edad, como Florencia, Mariana o Paula. Pero yo le decía Rachel. Si, por Rachel de Friends.


Rachel a primera vista parecía una mina más, no sólo una mina más sino una mina sin encanto, excepto por su cuerpo. Le decía Rachel porque cuando recién la conocí era quisquillosa y egoísta. La nena de mamá que nunca sacrificaba nada. La cómoda. Siempre la víctima. Después la empecé a conocer un poco más y vi que tenía un humor sutil que casi pasaba desapercibido, una mirada dulce cuando dejaba su papel de niña rica y algunas fobias graciosas que me daban ternura, como su miedo a los globos, o su necesidad de abrazar a los muñecos de Barney o personajes de Disney pensando en el pobre tipo que está ahí adentro como un boludo.


Con Rachel la pasábamos bien, pero éramos muy distintas. Yo atravesaba mi etapa más anarquista. Me había ido de casa y vivía en una pieza en lo de una señora; para poder pagarla trabajaba de moza en un bar y siempre ideaba formas para romper la rutina: hacía un personaje ante los clientes, salía a caminar por la ciudad a ver qué había, tocaba timbres de casas haciendo encuestas inexistentes y siempre algún viejito que estaba solo y se sentía solo se quedaba charlando horas conmigo. Mi soledad se encontraba con otras soledades así, de casualidad.


Rachel no se enfrentaba a la misma realidad. Vivía en un barrio privado, el más caro. Estaba todo el día con sus mismas tres amigas y nunca conocía a nadie más. No sabía lo que era manejarse sola. Rachel iba todos los sábados al shopping y la peluqueria y yo en mi pieza no tenía más que una cama, unos libros y música. Rachel tenía un perro de raza y yo acariciaba gatos en la calle.


Pese a las diferencias, lográbamos querernos. Íbamos a la plaza, fumábamos un porro y ella parecía liberarse de todo eso. Se tiraba en el pasto conmigo aunque pueda mancharse, caminaba despreocupada de mi mano en las calles aunque alguien pudiera verla, me cantaba temas de amor que yo no conocía porque no escuchaba radio. Yo cada tanto le contaba de un versito que encontraba justo para la ocasión, o le pedía que me deje ver su espalda, que estaba llena de lunares y sentía que formaban una galaxia. Y yo también era una galaxia. Y las galaxias se atraen, van juntas por el espacio, bailan, aun a riesgo de atraer un agujero negro. Y nosotras vivimos el baile galáctico un tiempo y después, vino el agujero negro.


Rachel sabía que yo no podía darle el futuro que un compañero de su escuela bilingüe privada de cuota cara podía darle. Yo no tenía músculos o pene para que su familia se alegre de su felicidad. Yo no tenía un plan más que el día a día y ella soñaba con el titulo de contadora, la casita en un barrio privado, el marido y el perro de raza. Lo que ella ya tenía. A lo que mi anarquía se oponía.


Rachel tampoco podía decirle a sus padres que estaba conmigo. Apenas podía deslizar mi nombre en las conversaciones con amigas. A mi me fascinaba su dualidad, me admiraba su potencial mental, pero estaba en sus manos cómo seguía nuestra historia. Y si, se fue con el compañero de su escuela bilingüe privada con músculos y pene.