Me hacen feliz

sábado, 25 de junio de 2011

From all the drugs the one I like more is music.

En los noventa empecé a tomar colectivos sola. El primer tiempo me parecía fascinante, iba a la primaria y sentía que surfeaba cuando no me agarraba de ningún lado, conocía barrios ajenos con sus detalles, sus grafitis y sus negocios, veía subir gente diferente y jugaba a inventarles una historia. Después empecé a aburrirme, todo me pareció lo mismo y odiaba esa media hora hasta llegar a la escuela. Y el walkman llegó para salvarme, no bajó del cielo con luces a modo de las escenas de espíritu santo que me decían en la escuela: fue más bien como un superhéroe de los que veía al volver mientras tomaba la leche.

El walkman era muy básico y mis gustos también: tenía tres casettes de los Backsteet Boys que escuchaba sin parar. Mi walkman no retrocedía y recurría a la bic. Cuando terminaba el lado B, tenía que abrir el walkman y dar vuelta el casette. Y pese a todas las comodidades que le faltarían cuando lo comparase con el mp3, me salvaba de volverme loca y odiar el trayecto en colectivo con sus escenarios, personajes y poses que ya tenía memorizada.

Ya en la secundaria tenía un mp3, musiquita con onda y mucho más que tres discos. Pero la función, con o sin bic, era la misma. Es la misma. Me pongo los auriculares y me olvido del mundo, o mejor, lo transformo. Y no es siempre igual, no puede ser el mismo con Regina Spektor que con The Strokes. El mundo, con mi música, se vuelve más lindo, se vuelve otro. No escucho a la señora que habla mal de la maestra de su hijo, ni a la jubilada que tiene miedo de salir a la calle porque mira mucho los noticieros, no veo a la pareja que se pelea en pleno colectivo, porque queda fuera de mi registro.

Pero en algún momento tengo que sacarme los auriculares, escuchar a mi jefe reclamando boludeces y contar hasta tres (mil). Tengo que ver a mi abuela y que se me haga una úlcera con sus opiniones políticas. Pero lo peor: mi tía diciéndome que se enteró de mi problema y que existe un lugar donde te recuperan y pensar que no, no puede referirse a eso pero sí, se refiere a eso y no importa cómo se enteró o a quien se lo contó, importa que sacarse los auriculares no es sólo escuchar los pajaritos, importa que las palabras duelen demasiado y que repetirme que te chupe un huevo, que-te chu-pe-un-hue-vo ya no es suficiente.

miércoles, 1 de junio de 2011

Lo impredecible y yo.

Nunca me dieron miedo las drogas. Tomé conciencia, sí, pero miedo, nunca. Me dan miedo las arañas, que nunca sé qué esperar, con esas patas que se mueven tan rápido y no sé a dónde van a ir. O a veces prefieren jugar al muerto y se quedan duras en un lugar. Me da miedo lo impredecible, porque me acostumbré a poder manejar todo. Hasta los sueños, yo sueño y si tengo una pesadilla me digo hey, tranquila, es una pesadilla, cambiala. Y la cambio. Y así no tengo miedo ni dolor ni nada más que lo que yo quiero.

Me acostumbré a una vida cómoda sin sobresaltos, toda controlada. Y después de tenerla bien ordenada como una biblioteca de viejo erudito, tuve que destruirla. Necesité salir a buscar aventuras, desafiarme todo el tiempo, hacer actividades diferentes. Y ahí necesité buscar la posición correcta y aprendí cosas nuevas. Como no me bancaba que me digan que no, me adaptaba, como cambiaba los sueños. Entonces ya no hubo más miedo.

Y si las cosas salían mal, me volvía a adaptar. Les buscaba la vuelta para que no me hicieran mal. Procesaba todo según lo que me convenía. Y nada me afectaba.

Pero cuando empecé a tener algo con la mina de los tatuajes, sin saber qué pero teniendo algo, mis sueños dejaron de poder ser controlables. Es más, se volvieron contra mí: sabían de mi miedo a las arañas y me las mostraban siempre que quedaba dormida. Grandes, peludas y rápidas. No me picaban, porque mi miedo no es que me piquen. Sé que me pueden picar, porque son arañas. Pero no sé a dónde pueden ir. No soportaría tener una araña en mi mano, porque puede quedarse ahí o llegar hasta mi oreja.

Leí La interpretación de los sueños, porque quería, una vez más, poder tener dominio de las cosas. Pero no pude. Y claro, no soy psicóloga y no se puede psicoanalizar a uno mismo.

Por primera vez sentía que tenía algo realmente incontrolable en mis manos, porque no era lo mismo que buscar lo incontrolable, esto había irrumpido en mi mundo sin tocar el timbre y yo no tenía otra opción que cebarle unos mates. Y por más que lo analizara, lo incontrolable seguía estando. A veces me charlaba un rato, otras veces me desafiaba a duelo. Lo incontrolable marcaba el ritmo de la acción, el desarrollo de la trama y yo lo seguía.

Y lo incontrolable, por ser incontrolable, no se mostraba únicamente en la soledad de mi departamento. Lo incontrolable se aparecía cuando estaba con la mina de los tatuajes y me llevaba al extremo, me apretaba una parte del cerebro y me obligaba a decirle cosas que me pasaban, contarle mis historias, mis miedos que no eran a las arañas, lo que quería con ella. Y descubría otra faceta de lo incontrolable: la vulnerabilidad, darle lo más preciado que se tiene a alguien y confiar en que lo va a saber apreciar como uno y que no va a usarlo para desafiarme a duelo como lo impredecible dentro mío. Y ése impredecible, el que está en manos de otro, es el más impredecible de todos.