Lo primero que sentí fue bronca. Como una estúpida creí que se había portado como un señor porque habia entendido lo que le planteaba. Pero no, no había entendido nada, me mandó esas cartas con todo descaro, en esos días que se había ascotado con otra.
Después empecé a sentirme mal. El solo quería sexo. ¿Y se puede reprochar?. Es una parte más de la pareja. Algo que yo no le podía dar. ¿Por qué no se lo podía dar? ¿Todas mis parejas estaban destinadas a terminar mal por mi incapacidad de tener relaciones sexuales? Y ahí ya tocaba el dramatismo, el determinismo, pero cuando te enterás de algo tan fuerte, casi es imposible no caer en esos extremos. Quizás hasta son necesarios para plantearte todo y finalmente poder hacer el duelo.
Lo que más me molestó fue que no sea sincero. Él, que siempre defendía al diálogo como forma de entendernos, que me decía que todo tenía solución si éramos sinceros. Pero conmigo no pudo ser sincero, aunque hacía un año y medio que salíamos. Y si me hubiera dicho la verdad, seguro que habría lastimado igual, pero al menos no tanto. Hubiera comprendido sus razones y además, me hubiera quedado mejor imagen suya. Pero supongo que él pensó que lo mejor era que no sepa, quizás no era que no tenía huevos sino que no quería lastimarme.
Y yo sabía que me repetía a mi misma esas cosas porque, pese a todo, lo había amado, y quería un buen recuerdo. Tampoco quería santificarlo, sólo quería recordarlo como era: una persona compleja como todas, con sus necesidades y contradicciones, pero que me había hecho sentir muy buen durante la relación hasta que llegó un punto que no dio para más.
Me acordé de una vez que no lo soporté más y accedí a ir a un telho. Para estar más tranquilos, me había dicho. Y en el medio de ese lugar totalmente ajeno con ese empapelado de florcitas y los esquineros llenos de polvo, me largué a llorar y me fui corriendo a la salida. Me fui porque me hacía mal. Ese lugar. Esa presión. Ese único fin. Y me hacía mal saber que había fracasado de nuevo.
Sabía que si me quedaba escuchando música triste y pensando, iba a terminar mal. Entonces cuando mis amigas me dijeron de ir a bailar con ellas, accedí. Mis experiencias nocturnas habían sido pocas y no me habían satisfecho, pero decidí darme otra oportunidad. Empecé a recuperar mi tiempo perdido. Salía con mis amigas todos los sábados. Charlaba con hombres. Fumaba, eso que me había pedido que deje y yo, cedí. Me sentía libre, pero como el mito de Ícaro, a veces el sol quemaba, por elevarme demasiado y a veces el mar tan cerca me imposibilitaba el vuelo. Tanto de golpe me desequilibraba.
Mis mayores desequilibrios se traducían en un sustantivo en masculino y uno en femenino: los hombres y las drogas. Los dos eran escapes. Eran la realización material de todos mis miedos. La noche me mostró otra vida. Y me gustó.