Mi fascinación por Kafka se debió a encontrar que había alguien que podía llevar todo al límite. Y cuando parecía que no podía llegarse más al límite, dar un paso más. Y más. Un punto inimaginable, inconcebible y más palabras con prefijos con i. Un punto, como el dijo (creo que en El Proceso), del cual no es posible regresar.
Años después me consolidé como una defensora del equilibrio a ultranza, porque vi que cuando se llegaba a los límites, también uno se hallaba en un polo. Y me di cuenta también de o difícil que es poder ser sensato cuando uno está desequilibrado por la fascinación de ese polo en pos de la lejanía del otro.
Verlo a él me desequilibraba, como las brújulas que pierden todas las nociones al estar en el polo norte. Cuando estaba con el, casi toda mi moral se iba a la mierda. Porque sólo me importaba estar bien. Y tenía la falsa ilusión de que estar con alguien comprometido me hacia bien.
Pasé meses viéndolo y reubicando las coordenadas sin brújula. Meses en que la moral flaqueaba y sólo quería besarlo y tenía que repartir en esos días la poca dosis de moral que me quedaba. Meses en que sabía que yo, pero sobre todo el, estaba haciendo las cosas mal. Que más se merecía que mi odio, odio que no podía darle. Meses en los que me repetía que quizás yo sólo tenía la oportunidad de amar a una persona y ya la usé y no me quedaba otra que quedar atada a él, siendo que yo sola me ataba reduciendo el concepto de amor a algo tan determinista y trágico.
Y en todo ese tiempo, me acerqué a los límites. Y llegué al punto del cual no es posible regresar una noche que mirando las estrellas acostados en el capó del auto y tomando una birra, dejé que sus labios toquen los míos.