Me hacen feliz

jueves, 29 de septiembre de 2011

Etcétera.


Toda relación implica una negociación. Ella cocina, yo lavo los platos. Yo no la quiero convencer de que milite, ella no critica los métodos electoralistas. Mi jefe no me grita, yo le sonrío. Le hago el aguante a una compa del laburo quedándome yo hasta tarde cuando en realidad le toca a ella, y ella cuando lo necesite yo, va a hacer lo mismo. Saludo al vecino, me presta el pico de loro. Etcétera.

Mi vieja, la grosa grosísima de mi vieja, me banca lo que siento por la mina que me corta la respiración y la rosca mental. Yo tengo que bancar lo que siente por los pelotudos de sus familiares: ir a las reuniones, callarme la boca con sus facho-comentarios, sonreír como una gila cuando me dicen ay pero si tenías mucha capacidad para terminar la universidad.

Mantras: Lucero no gastés pólvora en chimangos. Lulita, es tirarle margaritas a los chanchos. Pero piba, ¡no ves que hay que contar hasta mil si es necesario! Giles hay en todos lados, no des bola. Laputaqueteparió, no respondo porque voy a la cárcel. Etcétera.

Pero no soy oriental, a mí los mantras y la templanza se me terminan. Y miro a mi vieja, feliz de que vaya a esas reuniones de mierda. Entonces no digo nada. Me voy al baño y, como cuando era chica y fantaseaba con la actuación, frente al espejo del baño ensayo lo que les diría, si alguna vez decidiese dejar de mirar para otro lado. ¿Vos decís que los homosexuales son enfermos cuando no dejás a tu hija maquillarse porque es de puta? ¡Y vos abuela dejate de romper las pelotas con casarse y tener hijos! ¡Che vos, pelotudo, ¿qué te calienta lo antinatura? No lo ejerzas y listo. Etcétera.

Me quedo una horita más, tomándoles todo el alcohol y me retiro elegantemente. En la calle me espera mi chica de los tatuajes, con su sonrisa y esos pelos desordenados. La beso como en una peli, levantando el pie en el envión de acercamiento y nos vamos caminando de la mano, con el ruidito de los tacos en la vereda. Y si me preguntan si soy torta, diré que me enamoré de esa mujer que alegra mis días. El resto no lo sé. Mientras, negocio conmigo misma y entiendo que tanta bronca no vale la pena si después a esa gente no la veo más y la que siempre veo, mi chica de los tatuajes, me espera para hacerme olvidar de todo en el segundo que posa su mirada en mí.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Barquitos.


En mi adolescencia quería una pareja Sid y Nancy: peligrosa, llamativa, chocante desde la estética y desde la acción, diferente a todo parámetro. Quería el vértigo de lo prohibido, la exuberancia del todo o nada. Con la mina de los tatuajes no quería eso. No quería una muerte, ni siquiera simbólica -un amor marcado por los excesos que durara poco. Lo que quería con ella era una relación del tipo Sarte y Simone, en la que se comparte más que la S del comienzo. Quería dialéctica y compromiso, reinventar la moral y si había que oponerse, hacerlo realmente y no por ser una postal de pareja rotosa tirada en el piso.

Y el compromiso era amarla en el departamento mientras me cebaba unos mates y amarla afuera en la calle mientras hacía golpear los dedos abiertos contra las rejas de las casas mientras caminaba.

Sabía que podía darle mil besos en la calle y que no me importe, pero lo que me costaba era mi familia, precisamente mi vieja. Me daba miedo que todo el apoyo que siempre me dio se esfumara de repente. Me animaba diciendo que lo que me dio miedo alguna vez me ayudó a crecer, a seguir, etc. Entonces cité a mamá en un café y mientras la esperaba hacía barquitos con las servilletas de papel. Un barquito, tres barquitos, diez barquitos. En cinco minutos. Uno tras otro, la moza me miraba mal y yo no podía parar de hacer barquitos. Llegó mi mamá, me miró con ternura, me sacó el servilletero y me dijo “Está todo bien, Lucerito”. Y ahí volví a respirar normalmente. Mamá siempre supo tranquilizarme, de una pesadilla o de la realidad.

Entonces le dije “mamá, estoy enamorada de una mujer”. Mamá abrió grandes los ojos, pero no dijo nada. Dos segundos después preguntó “¿Te hace feliz?” y ruborizada le dije que sí. “Entonces está bien”, agregó. “No quiero que sufras más, demasiado tuviste con tu papá y conmigo, y si sos feliz, yo soy feliz también”. Mamá era la única persona que me podía hacer llorar de alegría. Y lloré un poquito, medio tragándome los mocos, de orgullosa. Mamá me hizo un barquito y lo metimos junto con los míos en la taza de café vacía. Y nos fuimos, abrazadas. Mamá hacía que lo complejo se volviese muy simple y que lo pesado se esfumara en un segundo.