Me hacen feliz

jueves, 16 de diciembre de 2010

Vainilla.

Lo primero que hice al verla a Rachel fue abrazarla. Me moría de ganas de primero preguntar qué le había pasado, pero me contenía: sentía la desubicación de la curiosidad en ese momento. La abracé un rato larguísimo, en el que ella lloró tanto que pensé que no iba a parar. Cuando lo hizo saqué las llaves, abrí la puerta y en el ascensor ella seguía llorando poquito y yo le agarraba la mano. Pensar que un ascensor podía ser el escenario de la lujuria o de la compasión, sólo a unas horas de distancia.

La hice pasar y que se siente. Preparé café para mí, té con vainilla para ella. Me acordaba que le gustaba la vainilla. En cualquiera de sus formas. Su perfume también olía a vainilla. Y por ella empecé a tomar esos tés y aunque me recordaba a ella, me gustaba su olor.

Le pregunté si quería hablar, ahora que ya no lloraba. Me dijo que no, casi, pero que no me iba a dejar con la duda.

-          Sebas me vio con un amigo de la secundaria en un café y se puso como loco. Yo le estaba contando que iba a ser mamá y que quería que fuera el padrino cuando lo bauticemos. Sebas no sabe todavía. El no sé, flashó y me sacó de ahí y me llevó a casa y me pegó. Y después se fue, no sé a dónde, no me dijo nada. Estaba re caliente….

-          ¡Felicitaciones che!

-          No me perdonáss una…

-          No no, digo, por ser mamá.

-          Ah si. Pero no sé si tenerlo ahora.

-          ¿Lo querés tener?

-          Si.

-          Entonces tenelo.

-          Pero Sebas me pegó…

-          Si, pero eso no tiene nada que ver, vos si querés tenerlo, tenelo, de última volvé a la casa de tus viejos pero no paguen vos y tu bebé por él.

-          Es cierto.

-          ¿Y con el golpe qué pensás hacer?

-          Em, maquillarlo, jajaja.

-          Jajaja, tonta. En serio te digo…

-          No sé, quiero hablar con el.

-          Pero sos consciente de que…

-          Si si, ya sé, no es sano y se portó mal y que capaz que me pega de nuevo. Por eso pensaba en el bebé.

-          Bueno, vos manejalo, yo siento que no me puedo meter, pero ¿no deberías hacer la denuncia?

-          ¿Y vos desde cuando aconsejás que vaya a la cana?

-          Jaja, es cierto, odio a la cana, pero no sé qué decirte.

-          ¿De qué sirve? Para que digan “la mató a golpes pero ya tenía denuncias en la cana”.

-          Mirá cómo cambiaste, piba…

-          Jaja, me contagié de vos…- Me limité a sonreírle.

-          ¿Y terapia de pareja?

-          Ufff ¡cana, terapia! ¿Qué sigue, decirme que te vas a casar?

-          No, nena, te veo a vos moretoneada y lo único que me importa ahora es que busqués ayuda…

-          Bueno. Dejame pensarlo.

-          ¿No les vas a decir a tus viejos, no?

-          No por ahora.

-          ¿Vas a aclararle de tu amigo y del bebé?

-          Si, cuando esté más tranqui.

-          Está bien.

Agarré un fibrón azul de los que tenía a mano en la pizarra blanca. Le empecé a dibujar la cara. Con el moretón le hice un osito panda mientras ella exageraba lo que le dolía el moretón. Le traje un espejo y lo vio y se rio. Me agarró el brazo y me dibujó una casa. Nunca supe hacer más que esta casita del jardín, me dijo. No importa, contesté. Hablamos de pavadas, le recomendé algún libro y se lavó la cara y se fue. Se va a hacer tarde y no quiero más golpes, jaja. Nunca entendí su fuerza para reírse en momentos así, pero bueno, quizás era su forma de sobrellevarlo. La acompañé hasta abajo y la vi irse hasta la esquina y levantar la mano pidiendo un taxi. Volvi a casa y olía a vainilla y ese olor ya no dolía, no, al menos, como antes.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Juegando a vivir al límite.


Para el día siguiente con la mina de los tatuajes no habíamos arreglado nada y eso me gustaba: jugaríamos a encontrarnos de casualidad, tal como nos habíamos conocido. Claro que estaba el riesgo de no verla nunca más y era una posibilidad muy alta, porque en tantos años de interés similares nunca nos habíamos cruzado. Pero ni yo ni ella sabíamos otra forma de vivir sino a partir del riesgo.

Ése mismo día intercambié miradas con una chica en el colectivo cuando volvía del laburo. Dos pautas me daban el pulgar alto para el juego de miraditas furtivas: la distancia de mi en que se había posicionado en el colectivo, mostrándose entera y dando el ángulo justo para ese jueguito (sin contar que había asientos libres y decidió quedarse parada), y una pulsera de arco iris en su muñeca. Claro que nada de eso tenía importancia si no hubiera habido la insistencia de ojos buscadores de mis ojos.

Generalmente, el enamoramiento de colectivo es fugaz. Viene rápido y se va rápido. Yo, en mi etapa más caradura, decidí que una vez iba a ver hasta dónde podía llegar ese jueguito. Llegar a la frontera de todo, atreavesarla y seguir hasta encontrar una nueva frontera (y atravesarla también) siempre fue mi juego preferido, aquel juego responsable de todos los demás juegos, las miraditas furtivas y los encuentros de casualidad.

Pensaba que lo más probable es que todo salga mal. Seguro que salía mal. Esos amores fugaces se construyen sobre la total imposibilidad: el acercamiento nunca se va a concretar.

Cuando ella se alejaba hacia la puerta de bajada, su mirada se intensificó. Entonces me dije ya fue y cuando pasó al lado de mi asiento me paré y la seguí y me bajé en la misma parada que ella. Claro que no era mi parada, me faltaba bastante para llegar a mi departamento. Pero me bajé y le dije hey, ¿no querés ir a tomar algo? y aunque parecía sorprendida al principio, enseguida accedió. No sé si alguna vez me había resultado tan impactantemente fácil. Más cuando había puesto todas mis fichas al fracaso.

Entramos a un bar ¿café o birra?, birra, siempre. Hablamos un poco, le dije si quería ir a mi departamento y en ese mismo momento sonó inoportunamente mi celular. Era un número que no tenía registrado, pero enseguida me di cuenta que era Rachel. Decirme Lul la delataba. Era un mensaje que se sentía nervioso y pedía un oído. Rachel, siempre tan oportuna.

Le dije a la chica del colectivo que ya venia y en el baño la llamé a Rachel. Me atendió llorando. Me dividía a mi misma pensando en si era un histeriqueo o algo groso. Y como no quería lamentar nada, le dije que vaya en media ahora a mi depto.

A la chica del colectivo le pedí su celular y disculpas, porque me tenía que ir a hacerle el aguante a una amiga (la peor forma de asegurarme de que no me escribiría nunca era decir la palabra ex). Y me fui al depto y cuando la encontré, Rach estaba llorando y con un ojo morado.