Me hacen feliz

miércoles, 13 de marzo de 2013

El frío.


Empiezan a hacer los primeros días frescos, me invitan a andar en pantuflas, a ponerme sweaters y tomar té. Empieza la temporada de las mantitas y las comidas calóricas. La birra le deja un poco de lugar al vino. Vuelve el clima de las películas y los libros, las duchas calentitas, poner las manos cerca de la hornalla donde reposa una pava.

Siempre me sentí más identificada con el frío que con el calor. El calor es lindo, pero nunca pude hacerlo mío. Calor es pileta, socialización impuesta, las chicas que parecen de revista o de tele. El calor lo siento como importado. Si pienso en calor no me viene la imagen de Ecuador o México sino chicas gringas de la costa este. Y yo no soy eso, ni pretendo serlo.

Soy una persona de jungla asfáltica. De gris más que verde. Circunstancialmente. Empecé a tener plantas, les puse nombres, personalidades, les hablaba. Y después me enteré que algunas de ellas iban a morir con el frío. Que eso significaba ‘de estación’. Yo no lo sabía, como no sabía cómo mi abuela podía conectarse tan profundamente con una planta.

El frío es lo que me identifica pero también es dejar ir a esas plantas que tanto me acompañaron. El frío es combatir con la idea de que necesito a alguien haciendo cucharita conmigo para poder dormir más feliz. Me acuerdo que leí por ahí que cuando se te va tu objeto de amor, lo mejor que podés hacer es esparcir ese amor por el mundo. El frío me mandó una tarjetita de invitación a liberar a mi amor.

Un amigo siempre me decía ‘el frío no existe, es la ausencia de calor’. ¿Cómo no va a existir si yo lo espero, lo quiero, si me desafía a autosuperarme, si el frío se siente como la piel de gallina que pide a gritos un abrazo? El frío existe y qué bueno que existe.

viernes, 1 de marzo de 2013

Carpe diem.


Entre los 13 y los 18 años me encantaba que me dijeran que tenía una re cabeza y que era muy madura para mi edad. Eso quería decir una sola cosa: pensaba, y pensaba mucho. En esa necesidad adolescente de sentirme diferente al resto sentía que el pensar tanto me hacía única y hasta mejor. Pero no.

Entre los 19 y los 20 me rescaté que mis crisis constantes se debían a que pensaba demasiado. Era mi forma de vida. Sobreanalizaba cada pequeña cosita, de todo un mundo, infinitas posibilidades pensadas pero ninguna realizada. El pensamiento, al ser un exceso, se convertía en un impedimento para la acción.

Pensaba tanto que de repente sentía que tenía que parar. Entonces me drogaba con lo que encontraba y quedaba en blanco unas horas, mirando la nada, olvidando todo. Y así todo el tiempo.

No, pensar no te hace mejor. No pensar tampoco. Poder entender a Nietzsche al costo de no saber relacionarte con la gente...no es negocio. Entonces conocí la meditación Zen, el buddhismo y a los tibetanos. Lo que puede conocer de ellos una persona nacida, criada y viciada del pensamiento occidental.

Algo tan simple como pintar un mandala tiene una finalidad gigante. Se busca dejar de tener pensamientos al pedo. La meditación te lleva a acallar las voces estresantes de la mente. Te conecta con lo que hacés, sin mediación de ideas que no sirven de nada.

No es lo mismo pensar a Nietzsche que rosquear. Ese era mi gran problema: no lo entendía. Ponía todo en una gran bolsa y creía que estaba bien. No diferenciaba nada de nada. Mi gran hallazgo fue encontrar una filosofía que te decía que no pienses, pero diferenciando qué cosas necesitan ser pensadas.

Lo cierto es que antes nunca estaba en ningún lado. No estaba tomando unos mates con mi vieja porque mi mente iba por otro lado. No estaba viendo una peli porque mi cabeza se auto bombardeaba de pelotudeces. Rosqueaba hasta cuando lavaba los platos.

Si plantás, tenés que sacar la maleza. No todo pastito es bueno. Para que te crezca un tomate y después poder cosecharlo y hacer una ensalada, es necesario como uno de los primeros pasos sacar las malezas. Para que pensar sirva tenés que extirpar los pensamientos bloqueantes. Eso no significa dejar de pensar sino aprender a pensar mejor.

Para mí el carpe diem era lo que estaba acostumbrada a hacer, por ejemplo, romperme en una fiesta. Después entendí otros matices. Cuando me rompía, me alejaba del carpe diem, porque no aprovechaba al día, no burlaba a la muerte, sólo apuraba al reloj y me alejaba de mí misma.

Carpe diem, hoy, es otra cosa. Si riego las plantas, riego las plantas. No pienso de más. Vivo eso en todas sus dimensiones. Me comunico con las plantas. Les hablo o no, no todo es lenguaje articulado. Cuando tomo mates con una amiga, la escucho. La miro. Le digo sólo lo que es importante que sea dicho. Vivo ese momento como si fuera el único.

Quiero romper con la automatización. No quiero más estar bañándome y no saber si ya me puse el shampoo, por estar en otro lado y paradójicamente en ninguno. Quiero que cada cosa de mi vida sea valorada como tal.

Cada tanto entro en la rosca del exceso de pensamiento, o dejo de carpediemear. A todos nos pasa. Lo importante es siempre volver. No importa si ayer te dejó tu ex. Hoy estás viva. Hoy sabés que leer un verso en un poema puede ser todo. Y eso es lo que importa.