Me hacen feliz

lunes, 30 de agosto de 2010

Hombrecito de tela y mujer de carne y hueso.

A Flor la conocí en una exposición snob que había venido a mi ciudad pero que originalmente era de Capital. Un montón de caras no conocidas surgieron y hablaron de lo bueno que era el arte contemporáneo mientras comían bocaditos y tomaban vino. Apenas miraban las obras para irse a saludar a sus amigos y conocidos. En ese ambiente que me repugnaba me sentía una pasajera en trance, estaba ahí para ver las obras e irme, pero algunas me pedían que me quede unos minutitos más. Había una proyección que me había llamado la atención: era una filmación constante de alguien haciendo ejercicio frente a un televisor ochentoso con un fondo de marcha militar. No sé por qué ante una obra uno tuerce la cabeza y tiene la necesidad de decir lo que está pensando. Vi que una silueta femenina se acercó a mi y le dije que quizás lo que nos asombraba del arte era la capacidad de decir lo que siempre vemos pero con un lenguaje nuevo.


La chica no respondía nada y yo seguía mirando fijamente esa proyección que con su ritmo hipnótico por momentos parecía absorberme. Tiré la cabeza hacia atrás para ver si seguía habiendo tal chica al lado mío y si, estaba mirando, ella no torcía la cara pero entrecerraba los ojos, como si ese lenguaje no fuera nuevo solamente sino también complicado o estaba aplastado cual durazno japonés. Le sonreí de oreja a oreja porque me alegré de que no use las palabras “paradigmas”, “planteamientos” o tenga un bocadito en la mano. Supongo que mi cara rozaría lo tétrico entre mi sonrisa desencajada y mi cuello hacia atrás para verla. Pero no se fue corriendo, se rio un poquito y me dijo que se llamaba Florencia y que le diga Flor o Flopi pero nunca Flopirencia. Me reí también y como me gustó su forma de presentarse le dije de ir a fumar un pucho afuera. Me acompañó.


Entre las pitadas que daba al pucho detecté el mecanismo paki de nombrar al novio cuando sospechan de la homosexualidad femenina o la heterosexualidad masculina. Deslizó cinco veces la palabra minovio (porque sin el posesivo no tenia importancia). Cada vez que lo hacía yo sonreía un poco y despeinaba mi nuca, aunque no dejaba de resultarme un poco tierno. La invité a tomar una cerveza y seguir la charla más tranqui pero tenía que esperar a su novio así que me fui con otros amigos.


Minutos más tarde a uno de mis amigos que la conocía le llegó un mensaje de Flor o Flopi pero nunca Flopirencia que decía que le pida a la chica-arte que la agregue al face y que su novio se había olvidado de ella por quedarse jugando al póker con los amigos. La seguidilla de hechos es fácil: mail, chatear, nos podríamos encontrar. Le llevé un hombrecito de tela que le hice para que lo use de prendedor, y con ironía le deslicé un lo bueno del muñequito es que no te deja por póker, a riesgo de que me mande a la recalcada (bueno, ya saben cómo sigue la puteada).


Durante esas tres cervezas que tomamos nos desinhibimos lo suficiente como para que ella me diga que siempre quiso estar con una mina pero que se sentía demasiado grande (¡con 26 años!) y tiempo suficiente para que yo desarrolle mi defensa de la poligamia como libertad mental que en ese tiempo tanto me gustaba. Flopi o Flor me decía que nunca se lo había planteado mientras apoyaba los codos mas al centro de la mesa, por ende más cerca mío con la cabeza apoyada en las manos y sus ojos fijos en los míos. Y yo continuaba mi defensa como solemos hacer cuando tomamos un poco de más y al otro le interesa nuestra concatenación de palabras.


Yo apenas salía de mi relación con Rachel y me importaban cada vez menos cosas: mis juegos para salir de la rutina, el sexo, el faso, pensar. Con ella tuve todo eso porque cada vez que iba a su casa jugábamos a la conquista. Un día era una persona directa que la empujaba contra una pared, otro día daba mil vueltas, otro íbamos a cenar, veíamos una peli y hacia la técnica de bostezo-abrazo de las películas. Y así miles. Hasta que un dia me propuso que su novio vea toda las escenas. Y yo lo acepté.

domingo, 1 de agosto de 2010

Me duele una mujer en todo el cuerpo.


Ver a Rachel irse por esa puerta me daba la sensación de agua que se escurre por la ducha, ese agua que no vas a volver a ver, vas a seguir duchándote miles y miles de veces, pero ese agua que se fue no vuelve. O vuelve en forma de lluvia, o sea que es distinta, o sea que no importa si vuelve.


Si, decirle esas palabras se sentía una cagada. Como si me la hubiera mandado yo. Como si las cagadas no se mandaran a medias. Verla irse era cerrar una etapa hermosa, pero asfixiante. Era la peor de mis despedidas; peor que irme a vivir sola y ver la cara de mi vieja llorando por todo el cuerpo, peor que despedir a mi abuela cuando su cuerpito que cada día parecía achicarse más dijo que tenía un cáncer demasiado grande.


Porque verla irse era saber que realmente se iba. Parece estúpido, pero a veces lo que más duele es eso que era súper obvio pero cuando te cae la ficha te cala el cerebro. Verla irse era materializar su ausencia de todos los días, esa que sentía cuando no me respondía un mensaje en tres horas (y que sabía que era porque estaba con el novio y que por eso intentaba no mandarle mensajes). Verla irse era aceptar que no podía darme mucho, aunque lo quisiera, que no podía pasar más que de su boca, su voz dulce, su cuerpo. Verla irse me decía que amarla no me hacía compatible, aunque me esforzara.


Si esto fuera una ópera, un musical o una obra de teatro, es precisamente acá donde suenan las notas tristes de un piano que viene acercándose lentamente, porque sobre todas las cosas, verla irse era saber que la había amado más que nadie. Incluso más que a ese primer novio que tanto me marcó, el que presenté en mi familia, el que estuvo dos años a mi lado. Ningún formalismo le importaba a mis sentimientos, ni todos mis esfuerzos por amarla solo lo que durara, ni verla solo cuando ella quería.


A ella la amaba como creía que no era posible. Y no, claro, capaz que no era posible. Pero verla irse me daba miedo, muchísimo miedo, miedo de no poder amar más, de que el resto de mis relaciones no sean tan profundas, de vivir comparándolas, de que siempre sean las segundas. Miedo a la vulnerabilidad, porque ahí cuando veía sus piernas alejarse, sabía que se me venía el mundo abajo. Porque sentía que le había dado todo y ahora, frágil, me sentía incompleta. Como si sentirse incompleto fuera malo y no eso que siempre me impulsó a buscar algo más.


Verla irse no era una herida al ego porque mi dolor tenía ansias conquistadoras y se apoderaba de todo y no solo de mi ego (de los nervios, los músculos, las venas, ¿esas partes del cuerpo se acuerdan que existen solo cuando duelen?). Verla irse me dolía en cada célula de mi cuerpo que se bancaba seguir viviendo. Ése mi cuerpo que la había amado todas esas noches, ese mi cuerpo desnudo que necesitaba estar desnudo para que vea toda mi humanidad, mi dolor, que no era un dolor único o nuevo en la humanidad, pero que se sentía como si nunca hubiera existido, porque ¿qué carne y qué huesos se bancan quemarse enteros sabiéndose que esa persona que ama se va?. Y que peor, se va cuando escuchó mi propia voz atravesando la garganta diciéndole que se vaya, cuando lo que realmente quería era que se quede y me ame a mi y que seamos felices sin comer perdices. Pero no, mi voz que le decía eso que quería pero que prefería otra cosa sabía que los cuentos de hadas no tienen finales lésbicos felices. Entonces mejor finalizarlo antes de que sea una tragedia griega.


Veía mi cuerpo entero y era una mentira esa integridad si mis sentimientos estaban todos hechos pedacitos. Pedacitos que no servían de nada, pensaba que si al menos era de pan mis pedacitos podían alimentar palomas y de algún modo quizás indirecto, volar un poquito.