Me hacen feliz

viernes, 21 de agosto de 2009

Por cielo y tierra.

No le negué conocerlo, no porque me haya atraído desde el principio sino porque la espera aburría y, mientras tanto, quería conocer otras sensaciones. Y en la espera me fui enamorando, de sus ojos que recorrían muchas gamas de azules hasta conformar algo así como una galaxia,llena de puntitos y pixeles, de su cuerpo grande que cuando me abrazaba me protegía de todo lo que me hacía mal, de las risas que escuchaba de mi boca y que sabía que él era el que las ocasionaba.


Contaba las horas para verlo en tiempos en que todo parecía ir lento. Necesariamente lento. Sabía que lo que tardaba en llegar valía más la pena pero en realidad eso no me importaba. De Ro aprendí una cosa: las reglas las iba a poner yo. Y fui quién las dictó cuando le negué un beso cuando me lo pidió. O al menos eso creía.


De los minutos de espera no me asustaba ni el tic ni en tac, era más bien ese momento en que la aguja no se mueve y está en silencio. El medio entre tic y tac. Y entre tac el siguiente tic. Ese momento en que sabía qué venía y, sin embargo, me daba vértigo. Como esa noche en que decidí darle finalmente un beso. Ser yo la que se acerca y, aunque sabía que él lo quería, igual tener ese miedo tonto de ser rechazada.


Fue sin palabras. En mi cabeza sonaba un tema de Depeche a modo de consejo. All I ever wanted, all I ever needed is here in my arms, words are very unnecessary they can only do harm. En realidad no era ni lo que siempre quise ni lo que siempre necesité. Era lo que quería y necesitaba en ese momento: sentirme contenida, tener una proyección, querer a alguien. Y en vez de buscarlo en mí misma, lo encontré en él. Y creí que las palabras eran innecesarias aunque una partecita mia me decía que estaba equivocada.


No creo que la gente bese bien o mal, simplemente algunos saben adaptarse a como besa el otro y algunos no. O no les interesa. En ese momento no sabía todo eso y simplemente pensé que besaba bien. Y que era la mezcla justa de guerra y juego. Que nuestros labios se amoldaban a la perfección.


Cuando terminó el beso, nos quedamos mirando a una distancia que nunca había mirado. De cerca parecía más lindo, porque parecía conocerlo más. Entender mejor sus facciones. Adaptar mi mano a las caricias que él quería recibir. Sus ojos tan celestes y los míos tan marrones, como si el fuese el soñador que vuela y yo la que tiene los pies sobre la tierra. O quizás yo buscaba poner los pies sobre la tierra y eran mis ojos los que me lo decían (o se lo decían a los demás). Y quizás él necesitaba a alguien que le enseñe a volar. Ambos ojos bajo un mismo brillo, el brillo de la ilusión de sentirse enamorado, como es el brillo del sol a la tierra y el cielo. Y mientras los ojos se exploraban, me dijo:


-Diecisiete días


-¿Diecisiete días?


-Me hiciste esperar para darte un beso.


-Ahhh, ¿y valió la pena?


-Si.

domingo, 16 de agosto de 2009

Esperando.

Quizás Viviana quiso decirme que quería reparar el hecho de que me sienta mal con mi atracción por las chicas. Quizás. Me gusta creer eso. Lo cierto es que eso no quita que sea una persona carente de tacto: en una etapa donde uno es tan susceptible cada palabra debe ser medida. En realidad en toda conversación, en todo escrito, en toda charla de msn por más insignificante que parezca, hay que buscar las palabras adecuadas, pero muchísimo más si sos la psicóloga de una preadolescente que siente que todo la oprime.

Consumía poesía cual adicto que aspira cocaína. Quizás por la ausencia de palabras de Ro o por vivir en compañía de tantas palabras que desangraban sentimientos en un papel, comencé a darle más importancia al diálogo, mayor valor. Supe que era una forma muy poderosa de conocer a la gente. Y que uno forma su imagen a partir de lo que dice y cómo lo dice y dónde lo dice. Me sirvió mucho en el colegio nuevo para relacionarme con mis nuevas compañeras después de mi huida. Y también a relacionarme conmigo misma.

Sólo tuve amigas, no porque sea un colegio de monjas: algunas se juntaban con los chicos del colegio de enfrente que eran sólo de hombres (cliché, ¿no?). A mi simplemente no me interesaban los hombres porque había dejado atrás lo que me unía a ellos. Antes quería jugar, ahora lo había dejado de lado para sentirme grande: lo que de repente me acercaba a la gente era el diálogo. Y sentía que el sexo femenino se adecuaba muchísimo mejor.

Hablando con mis amigas del colegio entendí que no era tan diferente. Todas queríamos sentirnos bien, saber qué era eso que esperábamos tanto y olvidar que sufríamos más de lo que debíamos. Y la forma de olvidar era salir a las tertulias. A diferencia de la salida con Carina, no nos preocupábamos por las guerras de lenguas ni los chicos, queríamos bailar para olvidar todo lo que nos hacía mal. Yo quería volver a sonreír, porque cuando huí de Ro, perdí mi mentora de sonrisas, mi contagio de alegría.

Ro fue mi primer acercamiento con mujeres y el único en mucho tiempo. Durante un año no besé a nadie más. No podía ocuparme de otras personas, tenía que entenderme a mí misma primero. Eso era, al menos, lo que quería. Sin embargo la mayoría del tiempo me la pasaba esperando. Esperando que llegue la tarde para salir del colegio, esperando sentirme bien con los demás, esperando encontrar a alguien, esperando ese fin de semana cuando tengamos permitido salir. Por momentos me olvidaba de vivir por esperar. Y cuando vivía, a veces había esperado tanto que lo que vivía me desilusionaba. El patetismo adolescente.

Mientras esperaba, también optaba por la evasión: evitaba charlar con las chicas de Ro y todo lo que ella representaba. Evitaba pensar en ella mientras pretendía olvidarme de todos los cambios que sentía. Y funcionaba, aunque era un placebo de sólo una vez cada dos meses cuando podíamos, después de una gran cantidad de ruegos a nuestros viejos, salir a las tertulias.

Como pasaba mucho tiempo en el centro la mayoría de mis amigas no eran del barrio en que yo vivía. Tenía una única amiga cerca de casa con quien compartíamos la espera. Y en esa espera estaba englobado todo: queríamos que pasara ese tiempo de incertidumbre, de no saber qué queríamos, de preguntarnos quiénes éramos, para qué estábamos acá. Pero mientras esperábamos, nos reíamos, charlábamos, tomábamos nuestros primeros mates. Y esperando llegó un chico y yo creí tener todas las respuestas que buscaba. Era, como las salidas con las chicas del colegio, otro placebo.


El día en que lo conocí el calor no era tan insoportable. El tiempo de vacaciones parecía pedir a gritos ser ocupado para no pensar en cosas que nos hacían mal en esos días libres que parecían alargarse sólo para molestarnos. Así que con mi amiga fuimos al cyber. En esa época no era común tener Internet en casa y el cyber parecía ofrecer una propuesta para sociabilizar. A la salida del cyber había unos banquitos donde algunos esperaban una computadora cuando estaban todas ocupadas, otros esperaban que pase la chica que les gustaba y nosotras esperábamos una mezcla difusa de cosas.


Los banquitos estaban llenos de nombres grabados en su madera con una llave apurada o escritos con liquid paper bastante sucio. No estaba en silencio, contaba la búsqueda de muchos de su propia identidad. Como la mía, la de mi amiga del barrio y la de todos los que estábamos en esa etapa terrible. Y el cyber no era blanco, era azul, como el azul de la mayoría de las lapiceras. Quizás me estaba diciendo que lo que había ahí era una forma poderosa de no ser absorbido por el blanco silencioso: Internet. O que quizás en ese encuentro con una persona no sólo vería una cara nueva sino que encontraría nuevas palabras, o las mismas de siempre con nuevos significados para mí.


Sentadas ahí, vimos cómo salían tres chicos del cyber y se sentaban en ese banquito justo al lado de nosotras. Un par de charlas triviales, lo de siempre y nos fuimos. Habíamos matado una hora más de la tarde, aunque nos quedaría aún una larga noche para pensar. Uno noche de cielo azul.


A la semana me enteré que uno de ellos había preguntado por mi. Me resultó muy extraño, pero un par de días después lo encontré y hablamos.


No te conozco, no sé casi nada de vos, pero...me gustás. Y quisiera que me dés la oportunidad de conocerte…si te parece. No es malo lo que te estoy diciendo, no tenés que estar tan seria. Jaja, sacaste una sonrisa chiquita…

Quizás en mi espera tenía muchas ilusiones. Quizás quería descubrir un mundo que desconocía. Quizás su charla no la esperaba y por eso me gustó, la espera y la ilusión se habían roto con algo nada espontáneo para él pero totalmente desconcertante para mí. Lo cierto es que si, le permití conocerme. Y su remera era azul.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Lápiz y papel.

Mi mamá se encargó de encontrarme psicóloga. Era obvio que yo, bajo la excusa de que no tenía tiempo o de que ninguna me convencía, iba a dilatarlo lo más posible con la vana ilusión de que se olviden. Me llevó con una psicóloga que le recomendaron, Viviana. Era de Capital, cosa que le daba prestigio.


Cuando llegué extendió su mano a modo de saludo. Era la primera vez que no daba un beso en la mejilla para saludar a alguien. Y recordaba cuando mi mamá me decía dale un besito a la tía y yo lo daba aunque no quería. Ni siquiera habíamos empezado a hablar y ya parecía estar escarbando en el pasado.


Me dijo que pasara y me siente. Obviamente tenía un sillón grande que era mi puesto. Lo miré sarcástica y me dieron ganas de hacer la parodia freudiana pero me dije que era mal comienzo, que a esta edad no era gracioso sino insolente. En realidad no sentía tan lejano el hecho de haber dejado de ser niña y a su vez parecía que atrás había una ruta larguísima, como si me hubiera dormido en el camino y recién ahora podía darme cuenta qué tan lejos estaba de los recreos y las figuritas de dragon ball.


Al sentarme noté que la pared tras su sillón estaba empapelada de constancias, supuse de seminarios y capacitaciones. Más prestigio. Y aunque los papeles eran blancos, lo que yo veía como la opresión del silencio, estaban manchados de tinta, lo que siempre representó la expresión para mí. Me ilusionaba que de todo ese blanco y de todo lo que me atemorizaba podría hacer algo lindo, cuando lo exprese.


Comencé a hablar, hice rodeos, le dije cosas que en realidad no me importaban. Todavía no me acostumbraba a hablar con alguien tan distante de algo tan íntimo. El blanco no se llenaba sólo de palabras. O quizás si, pero las palabras parecían escritas con el miedo del lápiz y la seguridad de la goma de borrar.


Me fui diciéndome que era una pérdida de tiempo. En realidad sabía que yo era la culpable de que sea una pérdida de tiempo. Parecía escribir y borrar y ni siquiera prestar atención a lo que había escrito antes, hacerlo compulsivamente, hacerlo porque estaba ahí y la gente en el psicólogo hablaba. Cuando terminó la sesión y crucé la puerta, me paralicé al ver de nuevo el blanco. El cielo estaba hacinado de nubes. Parecía decirme que yo no iba a tener siempre la posibilidad de ser tan cambiante como él pero, en todo caso, mi blanco podía ser blanco toda la vida, mi silencio nunca llenarse, lo que me abrumaba podía perseguirme a todos lados aunque huya siempre, aunque me olvide de mirar para atrás, aunque escriba y borra. Era de nuevo Casandra y estaba interpretando el cielo. Y, una vez más, no lo estaba creyendo.


La sesión siguiente me aseguré de no usar grafito. Fui con toda mi sinceridad y sin rodeos, lo dije.


- Una cosa que no me deja tranquila es que me atraigan las chicas.


- Bueno, vamos a trabajar para repararlo.


- ¿Perdón? ¿Repararlo? Yo no soy la que tiene que ser reparada...es la sociedad. Si la homosexualidad existe en todas las sociedades, no es un mal de los homosexuales. O aunque no existiera en todas las sociedades, para combatir el hambre ¿generás condiciones dignas o matás al pobre?. Tu título debe ser de los sesenta.


Y me fui de un portazo. Sí, fui de lo más dramática. Exageradamente dramática, desordenada con mis pensamientos, distante como ella me había enseñado. Pero la situación lo exigía. Y estaba demasiado lastimada, no podía soportar esas palabras. Quizás con más tiempo, se podría haber explicado mejor. Pero para mí, sus palabras estaban escritas con tinta. Y no podía soportarlo, menos que al blanco.


Quizás ella se merecía palabras peores, pero no si de algo estaba segura a esa edad, en ese mar espumoso de inseguridades, era que no quería ser una persona hiriente que se exceda de los límites al ser sincera. O al menos intentarlo.


En ese tiempo no había uso masivo de celular, por ende no tenía. Esperé media hora a mi papá. Esperé y miré el cielo blanco, tenía mis ojos sin llorar, como el cielo, preparándose, conteniéndose, anunciando con ese blanco tan blanco una tormenta insoportable.


Cuando me subí al auto mi viejo me preguntó si pasaba algo. “Nada, pero ese consultorio no lo piso nunca más”. Mi viejo, siempre observador y con tacto, no dijo nada al notar que estaba conteniendo las lágrimas.


Mamá intentó persuadirme de que siga yendo, que un psicólogo no siempre te dice lo que te gusta, o que quizás debía ir a otra psicóloga. No acepté, aunque acepté volver a otro psicólogo cuando esté lista. Y esta vez no hubo peleas, impuse mi opinión sin tener que adaptarme al tener lindos argumentos (que de hecho eran mentira porque no tenía las agallas para decir la verdad).


Tardé años en estar lista para volver al psiólogo, años en reconocer qué era lo que me hacía huir. Y en ver al blanco como la paz que no tenía y que por eso me abrumaba.

martes, 11 de agosto de 2009

Depresiva.

Me dijeron muchas veces que quizás era depresiva. Y yo tenía un sentimiento bipolar: por un lado me decía que era una estupidez. ¿Depresiva, yo, que sonreía mucho sin poder contenerlo?. Me parecía muy básico pensar eso porque los domingos no me sacaba el piyama o porque lloraba bastante. Me decía que sólo era por estar en una etapa donde la personalidad se va formando y los mitos derrumbando y todos esos gerundios de la adolescencia.


Por otro lado me sentía especial por ser depresiva. Me decía a mi misma que tenía otra mirada, más crítica, irónica y ácida. Y que eso era parte de mi personalidad, que no había por qués para extirparla porque no era un tumor maligno (quizás benigno).


Sin embargo, cuando vivís con tus viejos tenés que aceptar sus reglas. Podés decir mil cosas e invocar a las vaginas de todo el mundo, pero para mí lo mejor era decir sisi y hacer las cosas a mi modo. Y siempre me dije que nunca van a poder entrar a mi mente, porque ya tengo el juicio crítico formado.


Entonces cuando mis viejos decidieron que debía ir a un psicólogo por recomendación de la escuela (¿Cómo un alumno se iba a ir de tan maravillosa institución?), accedí. Accedí sin peros, no quería más moralidad barata, me bastaba con las horas de catequesis.


Y así surgió el segundo motivo de mi rechazo del psicoanálisis.

viernes, 7 de agosto de 2009

Puertita de la percepción.

Durante unos meses me la pasé haciendo dibujitos donde estaba ella. Escribir su nombre al costado de la hoja ya era común. La dibujaba mil veces y la escribía con diferentes letras como queriéndome hastiar de ella, para poder sacarla de mi mente, para cavar su tumba en mis recuerdos y tirarles los dos metros de tierra. Y obviamente, más bien parecía que le daba respiración boca a boca a un cadáver.


En el momento en que Ro me dijo sus palabras me había dado cuenta de que no estaba bien visto andar con chicas. Ro precisamente no me dijo nada fuera de lo común. No me aclaró nada. Y sin embargo, abrió una puertita de la percepción. O me hizo querer buscar excusas para que no quiera estar conmigo. No es común que dos chicas vayan de la mano, seguro es eso. Y nuestros padres nunca lo van a aceptar.


Todas las excusas no fueron en vano. Entendí que mis papás cambiaban de canal cuando en la tele había dos chicas besándose o incluso, de la mano. Entendí que todas gustaban de chicos y no de chicas. Entendí que ese Ro que escribía en márgen de mis hojas, era mejor que diga que correspondía a un Rodrigo, a un Roberto. Entendí que mi relación con Ayelén no era del todo común.


Empecé a leer poemas de despecho. Conocí a Benedetti, Bécquer, Neruda. Y empecé a imitarlos, con rima pobre, métrica mal lograda y millones de prejuicios de lo que era poesía. Escuchaba música que me hacía sentir peor. Pero era lo que necesitaba. ¿Por qué no me quería a mi en vez de a su novio? ¿Cómo podía hacerme eso? ¿Por qué no me lo dijo desde el principio?.


Ahí comprendí que la gente no juega solo con elásticos, figus, bolitas, sogas. Algunos jugaban con gente. Y yo fui la muñeca de Ro. Y yo no sabía jugar con muñecas por pasarme la vida en juegos de nenes.

domingo, 2 de agosto de 2009

La pelusita errática.

Mil veces pensé en el momento en que Ro, por primera vez, me habló de nuestra relación. Y pensé y pensé y me confirmé que había hecho lo correcto: quedarme callada. Ella no me había dicho que me quería ni me había prometido un mundo juntas. Ella nunca dijo nada. Yo sólo me guíe por la dulzura del movimiento de su lengua y el tacto suave de sus labios. Y le respondí como ella lo hacía, con el silencio.


Pero lo que más me hizo ilusionar fue necesitar. Necesitar sentirme querida. Necesitar estar en paz un rato. Necesitar creer en algo. Cuando uno va en una calle oscura y ve una luciérnaga, puede ser que no sea la luz que más se vea desde el espacio, pero esa luz es la más importante. Como el principito, no tenía más que su rosa y por eso era única y hermosa .O los gatos, cuando están con la mirada melancólica y de repente parecen divertirse con una errática pelusita flotante.


No se necesitan muchas cosas para creer cuando uno ya no tiene muchas esperanzas. No se requiere que sean grandes, llamativas, colosales; importa que estén el momento adecuado y que de alguna manera nos hagan sentir vivos.


De todos modos, esas cosas no duran. En algún momento nos damos cuenta de que la pelusita no nos llena, que la luz no ilumina lo suficiente y aunque nos sentimos lo peor del mundo y no queremos ver el mundo sin las sábanas de la cama, en algún momento reaccionamos.


Yo soy una eterna huidora. No sabía que lo fuera, lo aprendí con el tiempo. Huí de Ayelén porque sentía que quería algo más, huí de Sofi sin saber el por qué, huí de Carina para huir de lo que me estaba convirtiendo. Ahora huía de Ro. Y no huía por quisquillosa, yo huía porque me veía reflejada. Y cuando tenés el autoestima por el piso, las reacciones no son ni las más maduras ni las más productivas. Cuando entendí a Ro no como una luz impactante sino como una luciérnaga, en mi lista de reacciones no tenía más que huir.


No había tenido actitudes como las de Ro, creía que la palabra era la forma de que no haya confusiones ni heridas innecesarias. Adopté la posición del silencio, como cuando era chica, porque sentía que todo me lo pedía. El blanco lo asocié siempre al silencio, el silencio del aula, del baño cuando Braian me dijo de ser su novia, el silencio del respeto al doctor. Ese blanco estaba ahí, en las paredes del vestuario, en mi propio jabón, en la remera de Ro, en mis zapatillas. Todo me ordenara que adoptara el silencio, aunque estaba en mi etapa de gritos. Todo me decía que mi silencio era mi mejor forma de gritar en ese momento.


¿Entonces por qué huía de Ro? Porque la veía como una premonición, aquello en lo que quizás un día me convertiría. Como muchas otras cosas en mi vida, no la supe ver. Sólo fui consciente cuando pasó. Ese pequeño flash pudo no haberme parecido nada en un momento para luego interpretarlo como algo importante.


Casandra es un personaje griego que siempre me gustó: una sacerdotisa de Apolo que estaba condenada a que nunca le creerían una profecía, aunque todas las que decía eran ciertas. Yo no me creí mi propia profecía. Y sólo la creí cuando se cumplió. Fui Casandra y, al mismo tiempo, su público.

sábado, 1 de agosto de 2009

El juego de reglas flexibles.

Había llegado el lunes siguiente al primer beso con Ro. Había esperado ansiosa todo el fin de semana. Quería que me dé otro beso. Y otro. Y otro más. Quería verla con sus ojos achinados y sonrientes. Tenía muchas expectativas y realmente quería que las superara, aunque casi resultaba imposible. En un tiempo en que me sentía tan confundida y triste necesitaba que me siga enseñando cómo sonreír y cuando uno está tan vulnerable es capaz de cualquier cosa, incluso de creer lo que no debería creer. ¿Tenía que esperar que me bese en la boca al verme? No lo sabía. Me bastaba con su sonrisa, aunque quería su amor.


Cuando llegué los saludé como siempre a Fede y Ro. Se miraron cómplices y no dijeron nada. Yo ya sabía que Ro le iba a contar a Fede así que no me molestó, eran amigos. Ese día no hablamos mucho cuando terminábamos los largos. Pero no me pareció raro, los lunes eran así.


Cuando terminó la clase fuimos al vestuario. Cuando me metí en la ducha me di cuenta que atrás venia Ro. Nos dimos un beso bajo la ducha. Fue hermoso, para nada repetitivo, su lengua no era una lucha bélica, su lengua era un juego dulce, con reglas flexibles, sin límites de edad. Y se fue a la otra ducha a bañarse sola.


Los días con Ro siguieron así. Yo me ilusionaba cada vez más y ella me daba dosis pequeñas de lo que yo consideraba amor. No sé si estaba enamorada o ilusionada, pero en mi polaridad adolescente sentía que la amaba. Necesitaba amarla.


Mordiéndome el labiola miré, queriendo callar y al mismo tiempo necesitando hablar, un día no soporté más y le dije “¿Querés ir a B. éste viernes?”. Ella me miró fijo y me dijo: “Creo que te estás confundiendo. Yo tengo novio”. No dije nada más. No hice nada. Me quedé dura. No podía moverme. No sentía necesidad de moverme. La vi cómo se fue a secarse el pelo mientras se miraba en el espejo, como si nada, sin sonreír y sin amarme...y yo sintiendo todo. Agarré mis cosas y me fui, aunque estaba en patas y era invierno. Caminé una cuadra y recién ahí sentí el frío. Me puse las zapatillas mientras empezaba a sentir mis ganas de llorar. Había recuperado una parte de mi, la sumisa, la tranquila: no pude hacer nada frente a Ro más que callar. Y había vuelto a querer llorar. Y no me quise contener como en el baño cuando acepte ser novia de Braian, quería largar toda mi bronca. Y sin embargo, no pude. Ro me devolvió algo que había perdido, pero a cambio se llevó algo mío.