Mis peleas con ella siempre me
recuerdan a mi ciudad natal, ésa perdida en la provincia de Buenos Aires, no
tanto a la ciudad en sí sino a sus tardes de verano, el calor insoportable, la
presión baja, el dolor de cabeza, la necesidad de que pase el tiempo y llegue
la nochecita. Cuando baja el sol los vecinos ponen los regadores sapito que si
vas distraído no te das cuenta de su existencia, hasta que te mojan los pasos.
Y el olor a pasto regado que lo invade todo, los nenes que dejan de gritarjugar
porque entran a sus casas al mismo tiempo que los olores a comida salen, siempre
que entra algo, algo sale también.
Cuando nos peleamos el clima es
así, denso. Todo es pegajoso y odioso y ni los ventiladores y aires
acondicionados hacen olvidar la presión baja que aplasta las cabezas y los
cuerpos. No hay ganas de salir de casa, como cuando nos peleamos no tenemos
ganas de salir de nosotras mismas. Y el mal humor en todo, en poner en remojo
unas lentejas, en darse una ducha. Todo a punto de explotar, hasta parece que
el agua para los mates está a punto de hervir antes de tiempo.
Y después de todo, la lluvia. La
calma. Volver a dormir. Abrir la ventana y que entre un aire renovado. Volver a
respirar. Volver a escuchar, dejar los mambos de la cabeza a un lado y no
discutir más. La gente no sale a las calles. Nosotras nos quedamos en el cuarto
con una nueva promesa de que todo va a estar bien, mientras hacemos cucharita.