Me hacen feliz

viernes, 18 de febrero de 2011

Carnaval y amores (im)posibles



Después de Rachel, una vez más, me tomé un descanso. Eso significó irme de vacaciones en verano. A diferencia del descanso anterior, éste tenía poco de ausencias y sosiego. Cada tanto pensaba en eso de las ausencias. Lo trágico de la ausencia es que nunca es total. Sino, no estaría Rachel en todos lados. Rachel desaparecería y listo.

En verano la gente suele ponerse en versión turista. Me recuerda mucho a los carnavales, donde el rico es pobre y el pobre rico y la mujer hombre y el hombre mujer y así todo, al revés, como descanso de lo monótono del yo establecido, como diversión a partir de la novedad. Hay tipos que en el resto del año no gastan ni un centavo de más pero en verano pagan lo que sea que quieran sin mirar el numerito que acompaña al signo pesos. Está aquel que no ve nunca a sus amigos, pero en empiezan los días de descanso y quiere una birrita con los chicos todo el tiempo. Está la que se tira en paracaídas y el resto del año tiene una vida ordenada, monótona, predecible. También están todos esos que quieren hacer cosas para probar, con el justificativo mental de estar de vacaciones.

Verano fue, entonces, turistas. Aprovechar esa necesidad de cosas nuevas. Pero desde la imposibilidad. Es decir, desde lo irreal. La fantasía. Me gustaban los juegos de miradas de amores imposibles. Sabía que no iba a encontrar nada con esos jueguitos con la chica en una excursión (si se adelantaba, esperaba que esté cerca, si me alejaba sin querer, me hacía la tonta que miraba el paisaje, secretamente esperándola) pero lo disfrutaba. Me gustaba pensar cómo sería en la cama, ella, mostrándose tan tortitaactiva. En algún momento fingía romper el hielo, cuando en realidad era solo moldearlo, pero dejarlo que siga ahí. “¿Querés que te saque una foto? Es un lindo fondo”. En versión levante hubiera agregado un “bueno...vos también”, o “vos lo hacés más lindo” o esas cursilerías que detesto que me digan pero que son artillería pesada a la hora de la conquista. Por una movida puedo oírme decir esas pelotudeces.

Una pareja en un restaurant miraba para mi lado. Todo el tiempo. Tenían unos 45 años más o menos. Imaginé la situación: se casaron jóvenes, los pibes crecieron, ahora se aburren de cogerse siempre la misma carne. Me sorprendo a veces a mí misma (todavía ahora) encontrando que el mundo no es ese estilo de vida pacato que me enseñaron en la escuela y en mi casa. Después de escuchar historias, salir mucho y probar, encuentro que sólo hay que ver sutilezas. Entonces imagino que la señora esa debía ser la parte masoca de la pareja, mirá cómo le dice que mejor tome merlot que syrah. Y el tipo seguro que ya estuvo con un hombre, en un trío, claro, ahí se es más macho, lo hago por vos mi amor, debía decirle a la señora, mintiéndose a sí mismo.

Yo venia de un amor absolutamente posible. Y la posibilidad dolía en todo el cuerpo. Todo todo. El resto del año no me dejo llevar por abstracciones, disfruto demasiado de la realidad como para despreciarla mirando todo el tiempo las sombras que llegan a la caverna.  Prefería amores imposibles efímeros que aferrarme a un único amor por Angelina o Avril, empapelando mi cuarto con sus fotos. Empapelaba, sí, mi mente de fantasías, pero eran papeles del momento, biodegradables a corto plazo. No quería sufrir más. Sólo por un tiempito. Por eso el acercamiento a los turistas no trascendía, cuando en el tiempo no carnavalesco lo hubiera hecho, repitiendo esa frase conocida, más vale pedir disculpas que permiso. Seguro que después, cuando pase el tiempo de convertirse en otra, iba a volver a querer la realidad aunque a veces sea una yeguahijadeputa que nada tiene que ver con mis planes. Siempre se vuelve a los principios. Y mi principio es que duela si tiene que doler, pero que me haga sentir viva.

martes, 1 de febrero de 2011

Pogo.

Quería pogo. No pogo: caerme en el pogo. Que me pisen y alguien me de una mano y me levante con mucha fuerza para mi peso y que sea un pequeño vuelo por el aire. Volver a la adolescencia, a la autodestrucción. Un rato. Quería, sobretodo, la caída. Esa que no se siente, no aquella otra que se evita, no aquella llena de movimientos inútiles buscando agarrar algo. La caída por el golpe de los cuerpos que, quieran o no, están siempre diciendo algo. La caída no por resbalar, sino por meterme en el pogo sabiendo que, a veces, me caigo. Por chiquita, por boluda, por falta de equilibrio, por estar del orto. La corridita de un lado a otro. Los saltos y el pelo en la cara. Toda la energía saliendo, en grandes cantidades, y toda la energía que todavía quedaba. Las patadas y puños ajenos de los que se van a la mierda. Pero que están ahí y ya sabía que iban a estar y las quería. Los empujes de los de atrás, los que no se meten en el pogo y no quieren caerse. El momento del estribillo en que todo llega a su punto máximo. La alegría de la banda, viendo como los pibitos los siguen a todos lados y les regalan el pogo, todos atravesados por lo mismo. Quería eso, una caída sedada, que no entienda de la consecuencia del golpe. Quería moretones, chichones, dolores. Que no me importe. Que sucedan hoy pero que mañana lo sienta. Eso quería. Terapia barata y rápida, con efectos secundarios. El momento de la caída, como si estuviera en el espacio, flotando, sin gravedad. Imposible, sí, pero qué importa, lo quería como se quieren a esas cosas que hacen mal y en ese momento era Rachel; además, el pogo.