En 2008 yo iba a la secundaria y me
juntaba con un grupo grande de gente como se suele hacer cuando vas a
la secundaria. En el día del amigo había sol, el día era como un
día interminable, se veía el cielo bien azul y yo me sentía más
mortal que nunca. Miraba al cielo y miraba al grupo de mis amigos y
todo se teñía de algo que no conocía.
Después de comer algo fuimos a la
plaza central a tirarnos al pasto. Y nos encontramos con un chico con
un cartel en sus brazos, un cartel que sostenía bien alto. En medio
de la curiosidad nos acercamos a ver qué decía, leimos un 'Abrazos
gratis' y escuchamos que el chico nos decía Tengo fibrones y
papeles, pueden hacerse su propio cartel, dar abrazos gratis.
Mi grupo era un grupo de antis. Pero
los antis son los seres más sensibles. Todo el negro, el delineador,
las bandas depres, todo eso no importaba. Nos había gustado la
propuesta e, impulsados por la fuerza de pertenecer a un grupo,
hicimos nuestros propios carteles.
El día pasó entre abrazos, risas,
gente que agradecía y otra que desconfiaba. Hasta que cayó la noche
y ya se iba terminando todo. El último abrazo que di fue porque
escuché una música. Era una armónica y yo me hipnoticé como esos
animales de los relatos folklóricos. Era un chico sentado en un
monumento tocándola, solo. Le dije '¿Qué hacés? Feliz día del
amigo' y el pibe me dijo que su único amiga era la música, mirando
a su armónica. Le dije '¿Querés un abrazo?' y nos abrazamos un
rato. El chico tenía la mirada más triste del mundo. Era como una
nebulosa donde no podía verse nada más que el desorden.
Su abrazo me dio miedo. Sentía que su
vulnerabilidad podía entender en mi abrazo más de lo que había. Lo
solté, le dije 'nos vemos' y me fui. La sensación que sentí era el
vacío. Cobardecobardecobarde. ¿Quién era ese chico, por qué su
única amiga era la música, de qué estaba compuesta su nebulosa?
Las preguntas se sucedían una tras otra hasta que me subí al
colectivo y me encontré con una conocida del barrio y hablamos
pavadas.
Del día del amigo del 2008 me quedé
con tres cosas: las señoras agradecidas, la gente desconfiada y el
pibe armónica. El me hizo dar cuenta de mi propios límites a la
hora de dar. Yo sólo le podía ofrecer un abrazo, una sonrisa.
Después me iba corriendo.