El
otro día mi primo me preguntaba cómo sabía que no eras una amiga con la cual
estaba confundida. Yo no le dije mucho, le respondí que simplemente lo sabía.
Después me quedé pensando. Y sí, sé que no sos mi amiga, o que sos mi amiga
pero además sos muchas muchísimas cosas más. Porque con mis amigas no existe la
curvatura de mi mano hecha a medida para posarse en su cintura. No hay un imán
entre mi mano y la suya y la necesidad de los dedos de entrecruzarse porque
saben que encastran cual rompecabezas los espacios libres entre esos dedos. Y
cuando conocí a mis amigas no me importaba saber qué voz ponen cuando hablan
con los perros, si huelen el té o café antes de tomarlo, dónde se ubica el
remolino de su pelo. Si me pregunto algo sobre mis amigas, es si andan bien, o
si puedo darles algo para ayudarlas. Con vos me pregunto eso, pero también
cuando te acercás me pregunto qué humor tendrás, si vas a preferir sumergir tu
mano en mi marea revoltosa de pelos o si hoy preferís la orilla. A mis amigas
cada vez que les hago un café les pregunto cuántas cucharadas de azúcar; sé que
vos ponés siempre dos, excepto cuando tenés resaca que le ponés tres. Entonces
te despierto susurrándote que el café está listo y tu cara deformada de sueño
no quiere hablar, entonces riego las plantitas de marihuana y les hablo en un
falso francés, bajito, para no aturdirte.Y cuando estás bien despierta y de
buen humor, me abrazás por atrás cuando miro la ciudad por la ventana, desde
arriba, pensativa, y me doy vuelta y te beso y me decís que vos también querés
ese falso francés.
Y
entre todo eso tan tuyo y tan mío, una certeza: un discurso nunca va a poder
competir con una práctica, por eso no necesito que me digas te amo, porque sé,
por las prácticas, que me amás.