Empiezan a hacer los primeros
días frescos, me invitan a andar en pantuflas, a ponerme sweaters y tomar té. Empieza
la temporada de las mantitas y las comidas calóricas. La birra le deja un poco
de lugar al vino. Vuelve el clima de las películas y los libros, las duchas
calentitas, poner las manos cerca de la hornalla donde reposa una pava.
Siempre me sentí más
identificada con el frío que con el calor. El calor es lindo, pero nunca pude
hacerlo mío. Calor es pileta, socialización impuesta, las chicas que parecen de
revista o de tele. El calor lo siento como importado. Si pienso en calor no me
viene la imagen de Ecuador o México sino chicas gringas de la costa este. Y yo
no soy eso, ni pretendo serlo.
Soy una persona de jungla
asfáltica. De gris más que verde. Circunstancialmente. Empecé a tener plantas,
les puse nombres, personalidades, les hablaba. Y después me enteré que algunas
de ellas iban a morir con el frío. Que eso significaba ‘de estación’. Yo no lo
sabía, como no sabía cómo mi abuela podía conectarse tan profundamente con una
planta.
El frío es lo que me
identifica pero también es dejar ir a esas plantas que tanto me acompañaron. El
frío es combatir con la idea de que necesito a alguien haciendo cucharita
conmigo para poder dormir más feliz. Me acuerdo que leí por ahí que cuando se
te va tu objeto de amor, lo mejor que podés hacer es esparcir ese amor por el
mundo. El frío me mandó una tarjetita de invitación a liberar a mi amor.
Un amigo siempre me decía ‘el
frío no existe, es la ausencia de calor’. ¿Cómo no va a existir si yo lo
espero, lo quiero, si me desafía a autosuperarme, si el frío se siente como la
piel de gallina que pide a gritos un abrazo? El frío existe y qué bueno que
existe.